A día de hoy, lo que se conoció como la Web 1.0, aquel periodo en el que quedó establecido el imperativo “si no tienes una web, no existes”, ha quedado ya bautizado como “la Internet de las empresas“; es decir, fueron las corporaciones, las empresas, las instituciones, las entidades, los primeros en atender aquel imperativo, entre otras cosas porque disponían de los recursos, técnicos y humanos, que implementar una página web podía requerir por aquel entonces. El proceso de trasladar los escaparates a las nuevas avenidas de la información digitalizada era ya irreversible y el número de páginas web crecía de forma exponencial.
El origen de las redes sociales…Como ya tuvimos ocasión de exponer en nuestra anterior entrada, aquel proceso hacia la obligada presencia en Internet se estaba dando, en general, bajo una óptica de confusión, por mimetismo, sin más plan que intentar reproducir en aquel nuevo entorno de ámbito global los cánones que venían siendo lo convencional en el mundo palpable. A la empresa o la entidad, la conexión a Internet se le antojaba, como en el caso del escaparate, unidireccional: mi escaparate habla de mi empresa y mis productos, y el que pasa por la calle se detiene a contemplarlo, como de costumbre. Es decir: yo me conecto, pongo mi página web, y los demás se conectan y ven mi página web. Y, en el mejor de los casos, entran en nuestra tienda y nos compran algo.
Sin embargo, la misma posibilidad de la conexión estaba reproduciendo otro fenómeno que, guiados por la lógica a la que estábamos acostumbrados, no habíamos contemplado: los transeúntes, los usuarios, los potenciales clientes podían conectarse a Internet y, efectivamente, acabar viendo tu página web; pero resulta que, además de mirar escaparates, también podían conectarse entre ellos –ahí tenemos el origen de las famosas redes sociales digitales– y dedicarse a charlar, para bien o para mal, de nuestras empresas, nuestros productos, nuestros servicios. De hecho, la charla se hizo extensiva a cualquier cosa que les resultara de interés, cosas que, en muchos casos, poco o nada tenían que ver con nuestras empresas y nuestros productos o servicios. Y en cuanto los recursos técnicos se pusieron al alcance del transeúnte, éste no tardó en plasmar –creando sus propias páginas o portales, sus redes, sus blogs–, en exponer también en aquellas avenidas digitales sus opiniones, sus intereses, dándoles escala global.
En 1999, con el primer pánico milenarista de la Era Digital en ciernes –el famoso y temido “efecto 2000″–, se publicaba en Internet “The Cluetrain Manifesto“: el usuario, el cliente, el transeúnte al otro lado del escaparte levantaba la mano y tomaba la palabra. Había empezado la Gran Conversación. Había nacido la Web 2.0, la de las redes sociales, “la Internet de las personas“.
… y de su mal usoNo es nuestro cometido aquí repasar la interesante historia de las redes sociales, sino añadir un nuevo eslabón a la cadena de incompresión fundamental de los fenómenos digitales y las problemáticas que de ello se derivan para las empresas y las entidades a la hora de intentar adaptarse a la circunstancia digital. Por lo tanto, y para entendernos, podríamos decir que dentro de la lógica de empresa “clásica”, las redes se consideraron –se consideran– como los buzones donde cada día verter su propaganda. De salida, las empresas se frotaban las manos: donde antes habían miles de buzones, habían ahora millones. ¡Buzoneo a escala planetaria! ¡Sin tener que imprimir folletos! ¡Y repartidos de forma instantánea e insistente por un único repartidor! ¡Rápido, contrata a uno de esos community… como se llamen! ¿Les suena?
Llevados de nuevo por un impulso más de imitación que de reflexión, del mismo modo que “había que tener una web”, en poco tiempo se aceptó que “había que estar en las redes sociales”, sin preguntarse el porqué ni planificar el para qué ni el cómo. Y así, a las páginas webs les brotaron unos vistosos iconos de colorines que demostraran que la empresa/entidad en cuestión cumplía con el nuevo requisito: estar en las redes sociales.
En cuantas más, mejor, dando lugar a una fiebre obsesiva por conseguir la mayor cantidad de seguidores o de “me gusta” en ésta o aquella red social; porque, claro, la mayoría consideran que si reúnen mil seguidores, esos mil seguidores van a leer su propaganda, la van a compartir y, además, van a comprar sus productos… De hecho, las cantidades de seguidores son para muchas empresas el indicativo de que su empresa es mejor que la de otro con menos seguidores, cosa que dista mucho de la realidad…
Pero, a fin de cuentas, –¡oh, sorpresa!– acabó revelándose que, como había sucedido con las páginas web, el retorno de la inversión para “estar en las redes sociales” no acababa de materializarse. Se invertía incluso en conseguir seguidores o “me gusta”, llenando los perfiles corporativos con más anuncios, más promociones, más escaparate, más propaganda; pero aquello no se traducía en ventas. Mucho número de seguidores, pero allí no pasaba nada… Para colmo, estar en la redes significaba muchas veces un engorroso problema, pues el usuario –con lo guapo que estaba calladito– podía ponerlos de vuelta y media a la vista de todos, incluso recriminándoles que estaba harto de tanta propaganda…
Esta vez, no se había entendido –y la mayoría sigue sin entender– que participar de forma efectiva y productiva en la Gran Conversación constituye otro elemento fundamental dentro de los procesos de transformación digital y que puede requerir, además de analizar la situación y planificar en consecuencia, cambios de calado ya no sólo en el modo de interactuar con el transeúnte, con el potencial cliente, sino incluso en el propio funcionamiento interno de la empresa –que también está formada por personas que conversan, ojo al dato–. Para empezar, para que haya conversación, las partes implicadas además de hablar sin parar –bombardeo de propaganda–, deben escuchar a su interlocutor y responder en consecuencia; por no hablar de que no estaría nada mal si, además, su charla resultara útil o interesante…