Y al respirar propongo ser quien ponga el aire,
que al inhalar me traiga el mundo de esta parte.
Y respirar tan fuerte que se rompa el aire,
aunque esta vez si no respiro es por no ahogarme.
Suena el despertador y son las seis y media de la mañana. No es que haya dormido mucho, la verdad, pero eso hace ya seis años que no me importa. Seis años es la edad que tiene mi hijo Alberto, un pedazo de cielo que llegó a mi vida para regalarme sonrisas infinitas, si bien esto lo aprendí con el tiempo. El tiempo que me costó asumir que mi hijo es un ser especial, pues nació con una discapacidad que no esperaba y que cambió mi forma de ver el mundo por completo. También esta circunstancia ha cambiado la forma en que reparto mis energías, que destino prácticamente en un 99% a cuidar de Alberto, desde que se levanta hasta que se acuesta. Y yo me acuesto pensando que ojalá tuviera un poco de tiempo, aunque fueran sólo dos horas a la semana para gastarlas en mí, en salir a hacer deporte, en terminar gestiones del banco, en pasear, en ir a la revisión del dentista, en resolver un imprevisto familiar, incluso en hacer una siesta de dos largas horas en esos días que siguen a semanas intensas de cuidado familiar. Dos horas semanales dedicadas a desconectar y, en definitiva, a respirar. Para tomar de nuevo aire que me permita seguir cuidando, pero también disfrutando, de mi hijo. Porque en estos seis años una de las cosas que mejor he aprendido es que es muy complicado vivir sin respirar...